No está claro cuántas comunidades en México funcionan así, no hay datos al respecto. Pero es una de las muchas contradicciones en las que vive una parte de la población mexicana marginada desde hace siglos.
Por María Verza
PLAN DE AYALA, México (AP) — Desde las cuatro y media de la mañana comienza el goteo de mujeres, algunas de ellas niñas, por las calles de un pueblo tojolabal del sureste mexicano todavía en penumbra. Caminan en silencio. Unas van a moler maíz para luego preparar las tortillas del desayuno y seguir trabajando en la casa. Otras van a recoger leña que traen en burros. Algunas se apresuran a acabar sus tareas para llegar puntuales a la escuela.
Horas más tarde, toca hablar. Un grupo de chicas y chicos se acomodan en un aula del bachillerato de Plan de Ayala para reflexionar sobre su futuro, la igualdad de género y el papel de las mujeres en esta remota comunidad indígena del estado de Chiapas, el más pobre de México.
Jeydi Hernández de 17 años, quiere ser veterinaria y jugar al baloncesto, aunque su primer intento de formar un equipo fracasó. “Éramos 12 pero mis compañeras se casaron y solo quedamos cuatro”. Madaí Gómez, de 18, se queja de no poder opinar en su propio pueblo. “Ellos piensan que las mujeres no saben”.
Dos mujeres indígenas dirigen la charla, a la que asisten docenas de jóvenes. Hace años, una iniciativa así no habría tenido tan buena acogida, dicen las educadoras. El cambio llega, aunque lentamente.
Hace 70 años que las mexicanas lograron el derecho al voto y el país se alista para elegir a su primera Presidenta pero algunas mujeres indígenas que votarán el próximo 2 de junio, siguen sin tener voz en sus propias casas o en sus comunidades.
En Plan de Ayala, igual que en otros rincones de México, las mujeres no pueden ser autoridades. Los hombres establecen las prioridades. Ellos deciden cómo gastar los recursos: ¿reparar la escuela o el parque? Tienen un registro con los mil 200 hombres adultos de la comunidad pero solo pueden especular sobre el número de mujeres aunque los nombres de ellas sí aparecen en el censo electoral.
No está claro cuántas comunidades en México funcionan así, no hay datos al respecto. Pero es una de las muchas contradicciones en las que vive una parte de la población mexicana marginada desde hace siglos.
Sin embargo, cada vez más mujeres indígenas trabajan para cambiar esa situación, poco a poco, gracias al empuje de las nuevas generaciones.
EL IMPULSO DEL ZAPATISMO
México tiene más 23 millones de indígenas —casi el 20 por ciento de la población— y el 65 por ciento vive en la pobreza, según datos oficiales de 2022. Las mujeres se llevan la peor parte. El analfabetismo entre las hablantes de una lengua indígena es del 26 por ciento frente al 4 por ciento de las mujeres que hablan español. El derecho a la propiedad de la tierra –que conlleva otros derechos comunitarios– sigue pendiente en gran parte del país.
Aunque ninguna de las dos candidatas, ni la oficialista Claudia Sheinbaum, la favorita, ni la opositora Xóchitl Gálvez, de origen indígena, han hablado mucho de temas indígenas, las mujeres en esta región no ocultan cierta esperanza de que una Presidenta mejore sus necesidades más urgentes de salud, educación o para prevenir la violencia de género.
La situación de los pueblos indígenas irrumpió en la escena política internacional desde Chiapas en 1994 cuando el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) declaró la guerra al Estado. El movimiento zapatista, que tuvo una inusual participación de mujeres, no pretendía tomar el poder sino obligar al Gobierno a tomar acciones concretas para reducir el racismo, la marginación y el olvido en el que vivían millones de personas casi llegando al siglo XXI.
Doce días de guerra y años de negociación y discusión política —que incluso llevaron a una mujer zapatista a hablar desde la tribuna del Congreso— culminaron con la reforma constitucional de 2001 que reconoció el derecho de los pueblos originarios a decidir sus formas internas de organización, su derecho a conservar su lengua, tierras e identidad cultural y a mejorar el acceso a derechos básicos como la atención sanitaria y la educación.
Esto permitió a muchas pequeñas comunidades indígenas autogobernarse y abrió la posibilidad de que eligieran a sus líderes sin influencia política nacional. Pero también hizo que el Gobierno federal mirara con frecuencia hacia otro lado cuando esas costumbres locales contradecían derechos básicos, como la igualdad de género.
Tras el levantamiento zapatista, las mujeres indígenas se sintieron animadas a luchar por sus derechos en sus comunidades y en algunos lugares —como en muchos pueblos del estado de Oaxaca— lo lograron. Pero la pobreza y la desigualdad persisten en muchas comunidades indígenas.
Juana Cruz, de 51 años, es una de las mujeres dedicada en cuerpo y alma a esa cruzada por el cambio en una región donde las huellas del pasado colonial siguen presentes y todavía viven personas que nacieron en fincas de grandes terratenientes criollos en las que los indígenas eran tratados como esclavos.
Cruz creció escuchando historias de los abusos sufridos por cuatro generaciones de su familia en una de esas fincas. Todavía recuerda cómo le pegaban en la escuela por no hablar bien español, el idioma que eran obligados a usar en lugar de su lengua materna, el tojolabal.
Hoy es una de las luchadoras sociales más veteranas de Las Margaritas, el municipio donde está Plan de Ayala, y es la directora del colectivo “Tzome Ixuk”, que significa “mujer organizada” en tojolabal.
Su colectivo lo mismo acompaña a una víctima de violencia familiar a la fiscalía que organiza charlas para hombres y mujeres en las comunidades para hablar de igualdad y hasta tiene una “escuelita de la memoria y la resistencia” para enseñar no solo la lengua tojolabal, sino su historia.
Este año dos partidos le propusieron integrarse en sus listas electorales pero ella lo rechazó porque en el pasado vio como los políticos intentaban que abandonara su trabajo de concienciación de las mujeres, algo que para ella es vital. “Si tenemos la capacidad de decidir, es porque no estamos con ninguna autoridad”, subraya.
Hace seis años, los zapatistas y otros grupos indígenas eligieron a María de Jesús Patricio para que se presentara a las elecciones presidenciales como su primera candidata independiente. Marichuy, como todo el mundo la conocía, se enfrentó a un intenso racismo y no logró que su nombre estuviera en las papeleta. Pero su trabajo no fue en balde, dice Cruz. “Nos dio esperanza y fuerza”.
El activismo de Cruz se remonta al alzamiento zapatista, cuando la guerrilla cerró las haciendas y ella escuchó por primera vez la palabra “organizarse” , algo que entonces no entendía pero que luego fue el eje de su vida. Uno de sus peores recuerdos data de esa época cuando 40 hombres la agredieron porque pedía agua, luz, drenaje y escuela para un barrio indígena de Las Margaritas formado por quienes huyeron de las fincas.
Según explica, los políticos de mediados de los 90 consideraban inaceptables estas peticiones porque decían que los indígenas no necesitaban esos servicios.
LA GENERACIÓN DEL CAMBIO
Desde que Cruz y otras mujeres alzaron su voz reivindicando servicios básicos, ha habido avances en Las Margaritas, un municipio fronterizo con Guatemala con 140.000 habitantes que viven desperdigados por 400 pueblos, en gran parte reconstruidos con las remesas de quienes han emigrado a Estados Unidos.
Reglas no escritas todavía rigen en muchas de esas comunidades con altas tasas de matrimonio y embarazo adolescente. Para algunas chicas es la única forma de escapar de la violencia en sus hogares, como contaba a AP una joven de 15 años a quien un familiar golpeaba casi a diario.
Aunque ella no está formalmente casada, porque la ley mexicana lo prohíbe hasta los 18 años, para la comunidad ella y su pareja, de 17, son un matrimonio desde que el joven, con la ayuda de sus hermanos y el consentimiento de la chica, se la llevaron de su casa a escondidas una noche.
“Yo quería casarme tan pronto como pudiera”, explica, aunque sabía que eso significaba el final de su sueño de seguir estudiando. “Me encantaría estudiar otra vez, pero todavía no puedo, porque así son las reglas de aquí”, dice la adolescente cuya identidad no se desvela por ser menor y víctima de abusos. “Cuando te casas dejas la escuela, dejas todo lo que tienes”.
Cada vez más jóvenes rechazan esas normas. Y eso es parte de lo que se debate en los talleres del instituto de Plan de Ayala.
Alrededor de un tercio de los adolescentes reunidos ahí levantaron la mano cuando María Leticia Santiz, de 28 años, y Liz Vázquez, de 33, —las educadoras que dirigen el taller— les preguntaron quién quiere seguir estudiando.
“Tienen capacidad de tomar decisiones en sus comunidades, en sus escuelas, en sus familias”, les dice Vázquez. “Son una generación de cambio”. Santiz interviene después en tojolabal.
La conexión con Santiz es inmediata y aparecen las bromas y las risas. Utilizar su lengua nativa genera confianza. La educadora pretende demostrar a los adolescentes que deben estar orgullosos de usarla pero reconoce que “aún existen jóvenes, mujeres que se avergüenzan de la lengua, que se avergüenzan de ser indígenas”.
Vázquez y Santiz pertenecen a un colectivo llamado Ch’ieltik, que significa “somos los que crecemos” en tseltal. El objetivo del grupo es fomentar la conversación y la reflexión entre los jóvenes de algunas de las comunidades más cerradas de Chiapas, conocer su realidad y proporcionarles herramientas para mejorar sus vidas.
Santiz dice que en Plan de Ayala, donde las mujeres nunca han ocupado puestos de autoridad, hay muchas muy interesadas en participar en la vida cívica local pero “se cohíben porque sienten que va a haber un castigo”.
“Están muy arraigados los acuerdos que la gente ha sembrado en ellas”, agrega.
MIRANDO AL FUTURO
En Plan de Ayala, como en la mayoría del área rural de Las Margaritas donde se combinan los amplios valles, las zonas agrícolas y la selva, hay poca propaganda electoral y la que hay es sólo de la candidata oficialista Claudia Sheinbaum. El rostro de la opositora Xóchitl Gálvez, que siempre viste los tradicionales huipiles bordados y cuyo padre era otomí, cuesta encontrarlo.
Vázquez asegura que no ha conectado con ninguna de las candidatas pero en el taller destaca que el hecho de que vaya a haber una Presidenta es un ejemplo de cosas antes impensables que luego se vuelven posibles.
Santiz recela de los políticos. “Yo no he visto un cambio, una atención hacia los pueblos originarios”. Cree que son utilizados para vender una imagen, para tomarse una foto pero sin que realmente a nadie le preocupen las personas que hay detrás.
“Pertenecer a un pueblo originario no es nada más venir de una comunidad indígena” dice. “Es regresar y hacer cosas por tu comunidad”.
Yásnaya E. Aguilar, una reconocida lingüista y activista mixe, del vecino estado de Oaxaca, lamenta que los políticos se hayan acercado siempre a ellos bien desde el desprecio o bien desde la idealización o lo folclórico. Asegura, además, que persiste una “mirada racista” cuando se vinculan las prácticas machistas que persisten en las comunidades a su tradición, cuando tales comportamientos se dan en todas partes.
Las académicas también recuerdan que se han minimizado los ejemplos de mujeres indígenas que han alcanzado cotas de poder, por ejemplo, liderando la lucha contra megaproyectos que ponían en peligro sus territorios.
Las propuestas novedosas de las candidatas presidenciales han brillado por su ausencia. Sheinbaum insiste en avanzar en los programas de reparación histórica a algunos pueblos como los que puso en marcha el actual Gobierno. Gálvez se ha limitado a recordar los avances en infraestructuras de cuando ella lideraba la entidad encargada del desarrollo indígena hace dos décadas.
En Plan de Ayala, Vázquez y Santiz salen del instituto esperanzadas tras el taller. Los jóvenes parecen receptivos a hablar de igualdad y poco a poco empiezan a ven signos de cambio: padres que apoyan los sueños de sus hijas, mujeres jóvenes que empiezan a participar en espacios nuevos.
Después del taller, Madaí Gómez, la joven de 18 años, se dirige a casa para terminar de ayudar a su madre. Aún no está segura de seguir estudiando porque lo que le urge más ser independiente económicamente, quizás trabajando aquí, quizás emigrando a Estados Unidos. Pero garantiza que no se dará por vencida porque se considera una mujer a quien si dicen “no” y lo quiere hacer, lo hace.
Esa tarde se pone el uniforme de fútbol y se dirige al campo, optimista, porque dice que cada vez más chicas se apuntan a jugar. En el camino de terracería, se cruza con mujeres mayores con sus tradicionales huipiles bordados y sus faldas de satén brillante y plisado que vuelven del campo, con el cuerpo encorvado por los enormes haces de hierba que llevan a la espalda.
Gómez tiene muy claro el potencial de las mujeres de su comunidad y piensa que la primera Presidenta de México podría demostrar que ellas puede hacer incluso mejor trabajo que los hombres.
“Quisiera yo que llegue la igualdad de género”, afirma. “Que nos den esa oportunidad de alzar la voz, de que nuestra voz valga igual que la de un hombre”.